TierraEl tiempo de la siembra está a punto de llegar. Los jornaleros quitan las piedras de la tierra, ahora yerma. Así, bueyes y arado pasarán mejor. Jairo coge la azada y, con pereza, se dirige al campo: ayer estuvo al calor de la lumbre mientras la abuela contaba historias del pueblo de Israel. Al final, los dos, cansados, se acostaron en los catres.

Por el camino real Jairo saluda a los vecinos, ya hace rato que trabajan la tierra. Llega a su campo y mira por dónde comenzar. Por la cruz de término, le decía siempre su padre. Y así lo hace. Alza los brazos con la herramienta entre las manos. Los primeros golpes suenan valientes y acompasados. Clava en la tierra los dos colmillos de metal y remueve los terrones más grandes. Cuando encuentra un pedrusco, lo lanza junto al pozo. Al final del día, siempre se levanta una montañita de piedras casi tan alta como su hermana. Con paciencia, va haciendo hileras que pintan la tierra de un color más oscuro. Y la montañita va tomando forma.

A media mañana se acerca al pozo para sacar agua, como el pozo de Jacob que le contaba ayer la abuela… El agua sube fresca y limpia, muy apetecible. Picotea cuatro olivas que lleva en el zurrón. Los otros chavales también paran para descansar. Un momento, y vuelta al trabajo. Con la azada entre las manos deja ir un golpe. Pero los colmillos de la azada ahora no quieren clavarse. Escarba un poco en la tierra para ver si da con la piedra y así arrancarla.

—¡Caray!, sí que se hace de rogar este pedrusco…

Y vuelve a picar, a escarbar, a remover. Finalmente, deja la herramienta sobre la tierra y se arrodilla. Ahora son las manos las que buscan entre los terrones, adentrándose en el campo. Hay algo duro, lo nota. Pero no tiene aristas ni es rugoso ni frío como las piedras.

—Esto no es una roca.

Y cuanto más reconoce lo que es, más se maravilla. ¡Lo que tiene entre las manos es un tesoro! ¡No puede dejarlo escapar! Jairo se ríe. Los demás lo miran de lejos y no entienden de qué se ríe. Piensa unos instantes cómo hará para quedárselo. Ya lo tiene: lo enterrará de nuevo. Lo cubre, extiende la tierra, la nivela un poco, hasta esparce cuatro piedras por encima. Lo mira satisfecho y deseoso de sacarlo pronto. Está tan contento que sus pasos parecen saltos de alegría.

En casa, coge todo lo que tiene, que no es mucho: la azada y la horca, la hoz y la criba, el pequeño carro y los bueyes viejos y cansados. Coge también las dos tinas, un botijo de cobre, la tela de lino que la abuela guardaba por si un día se casaba este nieto que tanto quiere… Lleva todos los bártulos a la plaza y mercadea para venderlo. Y como aún le falta dinero, vende también los dos taburetes carcomidos, la leña que tiene guardada para pasar el frío y el cántaro desportillado. No quiere nada, aquel tesoro lo es todo.

Va corriendo hasta el amo y le propone comprarle aquel trozo de tierra.

—Desde el pozo a la cruz de término —le dice Jairo sonriendo.

El amo solo mira las monedas, y lo vende sin dudarlo.

—El campo es tuyo, Jairo —dice mientras hace sonar las monedas entre sus dedos.

Jairo lo ha vendido todo por lo que más quiere: el tesoro escondido.

Texto de Maria Sallés inspirado en el relato bíblico

 

 

Mateo 13, 44-46