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Espacio personal

Monedas
Ilustración de Pilar Ors

El desayuno de Sibila es un vaso de agua con un chorrito de aceite. Desde que se quedó viuda, la comida del mediodía se ha convertido casi en un lujo. Sabe que no tendrá nada más hasta la tarde, cuando llegue Judit, su sobrina. Judit siempre le lleva un poco de leche de las cuatro cabras que pastorea. Quiere mucho a su tía. Cuando Judit era pequeña, su tía le trenzaba el cabello con paciencia, mientras cantaba salmos antiguos.

Ahora, sus manos están ásperas de tanto lavar. Sibila hace la colada de alguna familia adinerada. Se levanta muy temprano y va hasta el río cargada con un barreño lleno de ropa. Hunde cada una de las piezas en el agua y las moja bien. Las golpea, las frota, las aclara y las escurre dejándose el alma. Por eso tiene las manos ásperas; en invierno, hasta se le agrietan por el frío. Después, carga la ropa mojada, como un peso muerto. Y la tiende en la azotea de casa hasta que vuela suave siguiendo las caricias del viento. Cuando llega Judit, la doblan juntas y la colocan en montoncitos. Entre los pliegues de las telas, Sibila deja flores de jazmín, que refrescan y endulzan los vestidos y las sábanas. Gracias a este esfuerzo reúne algún denario.

Sibila siente que Dios la ayuda a ser fuerte, a no entristecerse, a agradecer las visitas de Judit y a sentir el calor del sol como un regalo. Es una mujer serena y llena de paz. Por eso, a sus vecinas les gusta ir a visitarla y hablar con ella: porque ve la vida con esperanza y generosidad. A menudo, cuando van, le llevan algo de pan, un puñado de almendras, una cesta con higos… Y ella va tirando, día a día, mirando siempre hacia delante.

Después de la comida, Sibila coge dos monedas pequeñas que le quedan y las envuelve en un pañuelo. Ajusta la puerta y se dirige al Templo.

La plaza está llena a reventar. Los mercaderes gritan, las gallinas cloquean y los sacerdotes murmuran plegarias. La gente pasa por la sala del tesoro para dejar alguna ofrenda. Simón y Elisabet prefieren guardarse el dinero para comprar un ánfora que han visto en el puesto del alfarero. Joel deja un buen puñado de monedas, ahora hay mucha gente y su gesto será admirado. Zaquiel y Abrahán rebuscan en el zurrón esperando encontrar algo de calderilla, pero no hay nada. Ya se lo han gastado todo en vino.

Llega Sibila. Guarda en su mano las dos monedas de su última colada. Podría comprar un poco de harina, hace días que no amasa pan. O un barreño nuevo para llevar la ropa. El que tiene ha hecho ya muchos viajes al río. Pero Sibila piensa: «No, Señor, este dinero es para ti. Mi Dios, que me das fuerza y alegría. Tú, que me envías a Judit cada tarde y a las vecinas día sí, día también. Tú, que haces salir el Sol, que viertes agua en el río y que das olor al jazmín».
Se acerca al Templo y desenvuelve las monedas. Sonriendo, las deja en la sala del tesoro y, satisfecha, vuelve a casa.

 

Lc 21, 1-4