Nos despedimos de un tiempo y comenzamos otro. La persona lleva grabada en su naturaleza la cultura de la despedida. La creación, maestra ejemplar, en su belleza y su esplendor nos habla silenciosamente de la fugacidad y la temporalidad de este mundo, enseñándonos mediante la contemplación a atesorar y saborear el momento presente.
Desde muy pequeños, en casa y en la escuela nos han acostumbrado a cambiar de rutinas, horarios, maestros y compañeros, espacios…, y aprendemos el gesto de desprendernos, de despedirnos de las situaciones, de las costumbres e incluso de las personas.
Hoy inauguramos un tiempo nuevo. Tiempo que nos evocará el recuerdo del pasado. De un pasado, lejano o por el contrario próximo e íntimo, que todavía se hace presente en nosotros como la fragancia fresca de un césped recién regado. Un tiempo que destapará melodías del corazón que creíamos sepultadas y que recuperará aquella actitud nuestra que reconocemos como propia. Y finalmente, un tiempo que despertará emociones que creemos dormidas y hará florecer sentimientos que vigorizarán el espíritu.
Es el mes de noviembre, que se presenta ante nosotros y llama a la puerta de nuestra casa. La casa de nuestros pensamientos y recuerdos, certezas e inquietudes, creencias y dudas, euforias y decepciones, compañía y soledad, virtudes y vicios, amigos y enemigos, trabajo y aficiones, dinero y buenas intenciones y, en definitiva, todo lo que somos y lo que tenemos en nuestro interior.
Agradecidos por la bendición de este nuevo tiempo, lo acogemos con la confianza filial propia de los hijos y las hijas que se saben de verdad queridos por un Padre Bondadoso que vela por ellos a cada paso. Guiados por la esperanza de creer que cada paso nos aproxima más y más a nuestra meta definitiva, la Casa del Padre, allá donde cada uno de nosotros tiene reservada una estancia única y particular. Bien acompañados por la alegría de poder disfrutar a cada segundo de la admirable belleza del mundo, de la riqueza escondida que se descubre en el corazón del hombre y del bien común que forjamos con nuestro trabajo digno, entregado y responsable.
Sin miedo a equivocarnos, podríamos decir que es una práctica generalizada que en todas las casas haya un calendario familiar que recoja los acontecimientos importantes de las personas queridas. Pues bien, la Iglesia, como familia numerosa que es, toma nota de manera cuidadosa y diligente de los hechos protagonizados por sus miembros en un calendario familiar que denominamos liturgia. Utilizando un lenguaje llano, diríamos que la liturgia es aquella herramienta que la Madre Iglesia pone al servicio de todos sus hijos e hijas para compartir y participar de las celebraciones familiares. Un tiempo que sirve de escenario para que disfrutemos juntos de la alegría, la espera, el luto y el sufrimiento.
Ahora pregunto: ¿Sería posible querer a una persona y a su familia si no los conocemos?
Pienso que sería muy difícil. El amor es una semilla que crece y madura cuando es regada por el agua del interés sincero para conocer al otro, el trato frecuente, la simpatía mutua, las palabras llenas de comprensión, el compartir actividades conjuntas y la voluntad de caminar juntos.
Pues bien, lo mismo nos pasa a los cristianos. Por el bautismo recibimos el don de la fe. Un don que crece a la par que se desarrollan nuestra libertad y el deseo de una adhesión plenamente libre. Una adhesión al don recibido que se manifiesta con un compromiso sincero y fiel. Un compromiso de seguimiento al Señor, quien es la razón de nuestra existencia. Un seguimiento que en ningún caso es un camino de soledad, sino de fraternidad y camaradería. Es un caminar juntos con las generaciones del ayer, el hoy y el mañana. Recordamos con agradecimiento cómo fuimos acompañados y guiados al dar nuestros primeros pasos como cristianos; sin esas personas ahora no estaríamos donde estamos. Y así, desde el principio hasta el final, el cristiano siempre camina en comunidad. Una comunidad recibida como un don de Dios que tiene el compromiso de atesorar la fe recibida, hacerla crecer y, por último, madurar con la entrega a las generaciones venideras del propio testamento vital recibido. Y es precisamente en este “caminar por casa”, en la cotidianidad de nuestro día a día, donde la liturgia nos acompaña como una antorcha que ilumina nuestros pasos, disipa la niebla y nos muestra el esplendoroso foco de donde proviene la luz.
El mes de noviembre es fiesta grande en nuestra casa, la Iglesia católica. El 1 de noviembre recordamos a todas aquellas personas que vivieron con plenitud su vida, buscando la verdad, defendiendo la justicia, protegiendo al más débil y transformando con el amor verdadero la vida de quienes les acompañaban.
Se trata de una jornada festiva en la que nos sumamos a los cantos de los ángeles para conmemorar sus nombres, agradecer su ejemplo y suplicar intercesiones para nuestras intenciones.
En definitiva, es el día de los héroes y las heroínas anónimos de todos los tiempos. Personas cuya grandeza se encuentra entre las paredes de la sencillez, la discreción y la humildad. Una intensidad de vida que ha disfrutado del reconocimiento silencioso de las personas con las cuales han compartido penas y alegrías.
Me vienen a la cabeza el abuelo Juan, que vivió una vida de piedad sencilla siempre confiando en la providencia divina; la maestra Laura, que entregó su vida al Señor para ayudar a sus alumnas a descubrir que Jesús era el único tesoro de sus vidas; el vecino del piso de abajo, que contempló el rostro de Jesús en la vejez y la enfermedad de sus padres y los cuidó con gran dedicación y ternura…
A buen seguro, podríamos escribir libros y libros grabados con los nombres y apellidos de tantas y tantas vidas dedicadas al “negocio más rentable, provechoso y exitoso de la historia”: el amor.
Nosotros, con los ojos de la fe, confiamos y creemos en la felicidad de la que ya disfrutan nuestros hermanos y hermanas mayores, que nos han precedido en el peregrinaje hacia la Jerusalén Celestial. Pero el amor que nos unió en vida nos empuja a continuar velando por nuestros hermanos y hermanas y nos llama a la fraternidad. El compromiso de continuar intercediendo por nuestros hermanos y hermanas, a los que ya no vemos pero que sentimos muy cerca de nosotros. Nuestra tarea es la acción de súplica al Buen Pastor en su favor. Es un arrodillarnos ante Aquel que todo lo puede, con la certeza de que nuestra petición será escuchada. Una súplica que nace del corazón y engrandece nuestra alma. Es un salir de uno mismo y experimentar que hemos sido hechos para entregarnos. Y es en este gesto cuando en lo más profundo de nuestro ser experimentamos que no hay acto de amor mayor que el de interceder por el alma de nuestros seres queridos. El alma, el tesoro escondido del hombre, que es prenda de una felicidad sin medida y garantía de vida eterna.
Así, ya en la vigilia y a punto de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, nuestros corazones son llamados al canto de la esperanza. Encontramos un buen ejemplo en la actitud del buen muchacho que, con todo su afecto y buena voluntad, sigue las indicaciones de su maestro y planta su primera lenteja en un pequeño bote de yogur. Vela para que la semilla reciba todas las atenciones necesarias, la riega y la protege de las condiciones climatológicas adversas que la puedan herir. Una vez lo ha hecho todo, solo le queda contemplarla y esperar los frutos. Una espera que, lejos de ser pasiva, es apasionada. Es ahora cuando empieza el tiempo nuevo. La novedad de descubrir que somos criaturas y que la vida es un don. La vida recibida fluye en nuestro interior como un río que atraviesa las montañas y, al final de su camino, busca un hogar donde descansar.
Imitando la actitud de este niño, nosotros, como hijos de la Iglesia, esperamos con confianza que la semilla que nuestros hermanos y hermanas han ido cultivando con constancia y dedicación a lo largo de su vida a nuestro lado, dé fruto en su momento. Un momento que no entiende de relojes, calendarios, prisas ni mucho menos de plazos de entrega. Pero es un tiempo que engendra su fruto. Un fruto que crece sin medida, que no se marchita ni sabe de pérdidas. Imitando el efecto dominó, arrasa todo cuanto toca y lo engrandece.
Y es esta certeza nuestra fortaleza y esperanza. Una esperanza que nace y crece de este fruto y está llamada a avanzar y avanzar con rumbo a la eternidad.
Solo falta decir que, aquí y ahora, estamos llamados a unirnos al tiempo de la alegre y dichosa espera. La espera de un día que ciertamente llegará y nos abrazará cuando contemplemos los frutos de una vida vivida con confianza, y veremos frente a frente a nuestros hermanos y hermanas, con quienes hemos compartido el tiempo de plantar, segar, cosechar y saborear.