«El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”»
Jn 7, 37b-38

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos. De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu Santo les permitía expresarse.

Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban espantados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma. Fuera de sí por el asombro, comentaban:

–¿No son todos los que hablan galileos? ¿Pues cómo los oímos cada uno en nuestra lengua nativa? Partos y Medos y Elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia junto a Cirene, romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y árabes: todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios.

Fuera de sí y perplejos, comentaban: –¿Qué significa esto?
Otros se burlaban diciendo:
–Están bebidos.

Pedro se puso en pie con los once y alzando la voz les dirigió la palabra:

–Judíos y vecinos todos de Jerusalén, sabedlo bien y prestad atención a lo que os digo. Éstos no están ebrios, como sospecháis, pues no son más que las nueve de la mañana. Sino que está cumpliéndose lo que anunció el profeta Joel: En los últimos tiempos, dice Dios, derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños; también sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi espíritu aquel día y profetizarán. Haré prodigios arriba en el cielo y abajo en la tierra: sangre, fuego, humareda; el sol aparecerá oscuro, la luna ensangrentada, antes de llegar el día del Señor, grande y patente. Todos los que invoquen el nombre del Señor se salvarán.

Israelitas, escuchad mis palabras. Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio, como bien sabéis. A éste, entregado según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo. Ya que David dice de él: Pongo siempre delante al Señor: con él a la derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón y goza mi lengua y mi carne descansa esperanzada: porque no me dejarás en la muerte ni permitirás que tu devoto conozca la corrupción. Me enseñaste el camino de la vida, me llenarás de gozo en tu presencia. Hermanos, puedo decíroslo con toda franqueza: el patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva hasta hoy entre nosotros. Pero como era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento que un descendiente carnal suyo se sentaría en su trono, previó y predijo la resurrección del Mesías, diciendo que no quedaría abandonado en la muerte ni su carne experimentaría la corrupción. A este Jesús lo resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de ello. Exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. Es lo que estáis viendo y oyendo. Pues David no subió al cielo, sino que dice: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies. Por tanto, que toda la Casa de Israel reconozca que a este Jesús que habéis crucificado, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías.

Lo que oyeron les llegó al corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: –¿Qué hemos de hacer, hermanos?
Pedro les contestó:

–Arrepentíos, bautizaos cada uno invocando el nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues la promesa vale para vosotros y vuestros hijos y los lejanos a quienes llamará el Señor nuestro Dios.

Con otras muchas razones les argüía y los exhortaba diciendo:

–Poneos a salvo apartándoos de esta generación pervertida.

Los que aceptaron sus palabras se bautizaron y aquel día se incorporaron unas tres mil personas. Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, la fracción del pan y las oraciones. Ante los prodigios y señales que hacían los apóstoles, un sentido de reverencia se apoderó de todos. Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común; vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno. A diario acudían fielmente y unánimes al templo; en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera. Alababan a Dios y todo el mundo los estimaba. El Señor iba incorporando a la comunidad a cuantos se iban salvando.

Hch 2, 1-47