Navidad

A la espera de las fiestas navideñas, una maestra de Educación Infantil con la ayuda de sus alumnos engalana el aula. Una vez acabado el trabajo, los niños se sentaron en el suelo sobre una alfombra formando un corro en el espacio del aula llamado “el rincón del cuento”. La maestra, sentada en una silla diminuta, empieza a contar el relato del nacimiento del niño Jesús de este modo:


“En un pueblecito llamado Israel vivía una muchacha muy linda que se llamaba María y un chico alto y guapo llamado José. Ambos estaban muy ilusionados porque esperaban un bebé. Ya lo tenían todo a punto para la llegada del niño, cuando de repente recibieron una carta muy importante. Tuvieron que dejarlo todo y ponerse en marcha para emprender un largo viaje montados en un burro. La larga jornada de viaje y los movimientos del animal despertaron en el bebé unas ganas inmensas de nacer. Cuando llegaron a Belén, José buscó un lugar para que María pudiera descansar y dar a luz a su bebé, pero no halló ninguna posada. Y al final, vieron una pequeña cueva cubierta con paja donde los animales solían protegerse del frío.

A José le dolía mucho no poder ofrecer a su mujer un lugar más grande, más limpio y más agradable, pero María estaba muy contenta de haber encontrado un lugar donde estar todos juntos. Y unas horas más tarde, el niño nació, lo sentaron en un comedero de madera y le pusieron de nombre Jesús. La elección del nombre no fue cosa de los padres, sino el encargo de un mensajero real llamado Gabriel. Aquel niño pequeñito e inofensivo era un Rey que había llegado para dar a todos los niños y niñas un tesoro: el amor que Dios Padre tenía para cada uno de ellos.

Cerca de allí, unos pastores que apacentaban sus rebaños recibieron la visita de un ángel que les anunció el nacimiento de Jesús. Ellos inmediatamente se pusieron en camino para ir a visitar al Rey de los reyes. Cuando llegaron, se arrodillaron ante el bebé y ofrecieron todo aquello que tenían para comer y beber, así como sus rebaños, a José y a María. A pesar de que los pastores eran pobres, querían compartir todo cuanto tenían con Jesús. Y se fueron con las manos más vacías porque regalaron gran parte de sus bienes, si bien sus corazones quedaron llenos del tesoro más preciado que podrían tener. Se sentían queridos por Dios Padre, que les había enviado a su hijo. Jesús era un niño como ellos, que jugaría, iría a la escuela, trabajaría, tendría amigos, lloraría y se cansaría. Él les mostraría el rostro de Dios Padre y les enseñaría cómo vivir felices como auténticos hijos e hijas de Dios. Los pastores regresaron a sus casas y allá por donde pasaron fueron explicando todo lo que habían visto y sentido en aquella preciosa cueva porque deseaban compartir con todo el mundo la alegría que llevaban en el corazón. Y así, de boca en boca, se fue extendiendo la noticia hasta llegar a nuestros abuelos, padres, tíos y a todos nosotros”.

Una vez acabado el relato, un niño de unos cuatro años levantó la mano y con toda espontaneidad dijo: “El año pasado también nació Jesús; ¿ha vuelto a entrar en la barriga de su madre?”.

La maestra se frotó la frente mientras pensaba una respuesta acertada que pudiera satisfacer las inquietudes del niño y que a la vez fuera sencilla y fácil de entender. Y se aventuró a responder: “Muy bien, Martín, es verdad: el año pasado también celebramos el nacimiento de Jesús. Ahora os haré una pregunta a la que seguro que sabréis responder: ¿Vosotros habéis vuelto a entrar en la barriga de vuestra madre?”.

Todos los niños movieron sus cabecitas de un lado a otro, negando. Y la maestra continuó: “Pues con Jesús, nuestro amigo, pasa lo mismo. Su nacimiento fue hace muchos años, cuando salió de la barriga de su madre, María. Entonces, ni vosotros ni yo habíamos nacido. Pero cada año celebramos que Jesús está con nosotros y que ha querido quedarse con nosotros. Es parecido a cuando celebramos el cumpleaños de nuestros padres, hermanos o abuelos: estamos muy contentos porque los queremos, nos encanta que cumplan un año más y nos gusta compartir con ellos la alegría de vivir juntos”.

Cuando me contaron esta anécdota, me cautivó. Aquellos diminutos protagonistas de la historia consiguieron conquistar mi corazón. La inocencia, la transparencia y la sencillez de los niños siempre nos aleccionan. Su ejemplo nos impulsa a ser valientes y a apostar por aquello que es auténtico, verdadero y merecedor de nuestro corazón. En el relato que acabamos de leer, aparecen unos personajes que atestiguan con maestría la lección que nos enseñan los niños. Así, serán ellos quienes, como buenos anfitriones, nos cogerán de la mano y nos acompañarán para vivir este momento único.

Aquí y ahora, tú y yo nos encontramos a las puertas de celebrar un año más el Misterio del Nacimiento de Nuestro Salvador. Una vez más se nos invita a vivir y a disfrutar de este milagro como si fuera la primera vez que lo presenciamos. Nos preparamos con el sabor de la novedad en el paladar, la mirada de una confianza inocente, las manos llenas con la fuerza de la esperanza y el corazón latiendo por el impulso de una ilusión renovada.

“No tengáis miedo”

Esto fue lo primero que el ángel anunció a los pastores. A primera vista sorprende que un mensajero celestial pronuncie estas palabras. El miedo es un misterio para los habitantes del cielo. Rodeados continuamente de una luz resplandeciente y bajo la amorosa maestría del Señor de los Señores y Rey de los Reyes, no hay nada que pudieran temer. Pero ellos, fieles y obedientes sirvientes, tan solo cumplen órdenes al llevar el mensaje Real. Un mensaje que se convertirá en la Buena Nueva extendida por Oriente y Occidente para ser escuchada por todos los hombres y las mujeres de todos los tiempos.

Pero para nosotros, las criaturas, las reglas del juego son bastante diferentes. El miedo se presenta y llama a la puerta de nuestra casa engalanada con disfraces para engañar a nuestros ojos y embriagar a nuestros sentidos. Se convierte en un veneno que puede contagiar a nuestro corazón con la indiferencia y la incredulidad de los paganos. Que puede enfriar nuestros corazones y teñirnos de tibieza. Que puede revestirnos con la mediocridad que vende sus ideales al precio de la comodidad. Que puede paralizar nuestras piernas ante aquello más inherente y natural para el hombre: la adoración a su Señor. Es por eso que para ti y para mí, como lo fue para los pastores, estas son unas palabras que nos llaman a permanecer atentos, a velar y a custodiar aquello que es verdaderamente trascendente y perdura en el tiempo.

Los pastores fueron los afortunados, los escogidos para escuchar las primicias de la exclusiva. Recibieron la noticia que se convirtió en un escándalo para los ricos y en grandeza para los pobres. Unos ricos que se ocultan detrás de sus propias riquezas y silencian el grito de su corazón con el clamor de la comodidad, el reconocimiento y la seguridad. Mientras que los pobres, con lágrimas en los ojos, reconocen la fugacidad de las realidades presentes y se encaminan hacia los dones que nunca se acaban.

Estos hombres de buena voluntad regalaron sus pertenencias al Niño Dios recién nacido y se fueron con las manos vacías. Pero el Buen Dios, a quien nadie gana en generosidad, especialmente con aquellos que son pobres de espíritu, los llenó hasta derramar su copa del buen vino de la sencillez, la alegría, la humildad, la sinceridad, la generosidad y la compasión. Y podríamos preguntarnos cuál sería el motivo de estas bendiciones. Pues bien, los pastores fueron premiados porque comprendieron y dieron testimonio de que el Señor no puede llenar el recipiente que ya está lleno. Y para recibir la misericordia y la generosidad del Buen Dios, es requisito indispensable limpiar nuestro corazón. Vaciarnos de aquello que resulta innecesario y totalmente prescindible. Y cuando el trabajo está terminado, solo queda abrir el corazón, permanecer con actitud receptiva y confiar en la providencia divina.

Nosotros, los amigos de Dios hecho criatura, somos los pastores del hoy. El pastoreo es nuestra misión en la vida, el rebaño son las personas que nos acompañan en el trayecto y la leña es la gracia de Dios que abrasa nuestros corazones. Los creyentes somos los primeros llamados a escuchar, acoger y testimoniar la palabra de Dios hecha hombre. Una palabra que nos alienta a ser valientes y a dejar atrás los posibles obstáculos, lamentaciones e inseguridades que amenacen nuestro corazón. Dios Niño ha roto los moldes de nuestra sociedad: con su pequeñez nos ha engrandecido, con su libertad nos ha liberado y con su pobreza nos ha enriquecido.

Dios mismo se ha hecho semejante a ti. Está aquí a tu lado y te espera. Responde: ¿Le cerrarás las puertas de tu corazón?