Ver la cara de tu hijo, sus primeros pasos, sus primeras palabras, la aventura de empezar por primera vez la escuela, los regalos de los Reyes Magos, la llegada del tren, la nota del examen, la cola en la pescadería, el ser escogido en la universidad soñada, los resultados de las analíticas, facturar el equipaje antes de un viaje, ser llamado para hacer una entrevista de trabajo, las palabras de perdón que tanto deseó, la declaración de amor de la persona que me quita el sueño…
La vida del día a día está adornada con el envoltorio de la espera. Desde las pequeñas circunstancias hasta las más trascendentales están guiadas y lideradas por una dulce canción. En el corazón de cada acontecimiento está grabado un ritmo único y exclusivo que adivina la personalidad propia de cada hecho. Así, para abrazar la esencia de cada circunstancia, nos urge conocer, escuchar y acoger con disponibilidad y prontitud la melodía de su canto.
El cristiano vive en el mundo y está llamado a dar testimonio de vida en la sociedad moderna, de la cual es un hijo contemporáneo. Un digno discípulo de Cristo es aquel que sigue los pasos de su Maestro. Su andar es guiado por la misteriosa pero sabia Providencia divina. Sus ojos se hallan fijos en los negocios sobrenaturales del Padre Celestial. Su corazón se adentra en lo intangible y, a veces, imperceptible para los sentidos, pero que tiene un valor y una belleza extraordinarios. Sus energías se invierten en la apasionante aventura del Amor, la cual para ser vivida requiere de la valiosa ayuda de las virtudes humanas y sobrenaturales. Sus manos trabajan para la construcción de las realidades fugaces, y satisfacer así las necesidades terrenales. Su mente es enriquecida con la Palabra de Vida. Y por último, su alma es alimentada con las Vitaminas Sacramentales, que nunca se agotan y que transforman, de manera nueva a cada instante, todo nuestro ser.
El hijo y la hija de Dios están llamados a ser exquisitamente humanos y profundamente divinos. A amar las realidades presentes a sabiendas de descubrir en ellas la mano de Dios Creador. A interpretar los signos de los tiempos desde la mirada de quien se sabe Hijo del Todopoderoso. A ocuparse de las necesidades humanas confiando en que están grabadas en el corazón del Buen Dios. Y en definitiva, a hacer todo lo que esté en nuestras manos con la certeza firme de que nuestras acciones serán embellecidas y engalanadas por la grandeza y la omnipotencia divinas.
Ser cristiano es todo “un chollo”. Lo tenemos todo y no renunciamos a nada. La grandeza de la vida cristiana consiste en la combinación de estas dos dimensiones: la humana y la sobrenatural. Viviendo y trabajando en el mundo terrenal, acompañados por su belleza, no tenemos miedo a tambalearnos a causa de los peligros que se advierten, puesto que estamos protegidos por el escudo de la Fe, alentados por la Caridad y sostenidos por la esperanza de la promesa de Vida Eterna.
Y en este bucólico paisaje que el Señor nos ha dibujado, tiene un papel principal el tiempo de la espera. Cuántas veces habremos escuchado esta cantinela: “No quieras correr, cada cosa tiene su tiempo”.
Los que ya peinan alguna que otra cana estarán de acuerdo en que muy a menudo uno de los esfuerzos más grandes que la vida nos ofrece es el del tiempo. La sociedad competitiva en que vivimos exige la inmediatez de los hechos y el enriquecimiento instantáneo de los resultados. Y nosotros, respirando del mismo aroma, sin poder evitarlo, nos contagiamos de esta fragancia. Pero como hijos de Dios que somos, el Espíritu Santo vive en nosotros, e iluminados por su sabiduría, nuestro corazón comprende la belleza de la espera, invoca su presencia y proclama que es en el saber andar con los ojos fijos en el horizonte cuando surgen grandes cosas.
Aquí y ahora, nuestros ojos divisan el horizonte. Un horizonte que se convierte en el estímulo que impulsa nuestros pasos, alienta nuestros sentimientos y sacude nuestras pasiones. Una llegada que ofrecerá descanso a nuestros pies heridos, consuelo a nuestro corazón apenado y alimento a nuestro cuerpo hambriento. Es la confianza en la deseada llegada que transforma nuestro andar monótono en una existencia vibrante y deslumbrante, digna de admiración.
El Adviento es, pues, este tiempo largo de espera que se abre ante nosotros con la esperanza de que nos sumerjamos en el Santo Misterio que la Madre Iglesia, año tras año como si fuera el primero, el único y el último, enseña, protege, custodia y aprecia.
Estas cuatro semanas de Adviento son una preparación y una catequesis para nuestros corazones. Es un aflojar el ritmo trepidante y acelerado para que nuestro corazón recupere el aliento. Es un caminar con paso sereno y reflexivo para favorecer la introspección, el recogimiento interior y la contemplación. Es ver los acontecimientos de nuestro día a día con los ojos de la fe y comprender así la invitación que hemos recibido de nuestro Señor. El Creador del universo desciende de las alturas hasta la tierra. Desea ser encontrado por sus criaturas y se pone a nuestra disposición.
En definitiva, para un cristiano el Adviento es aquel tiempo de especial gracia en que se le brinda la oportunidad de redescubrir que es una criatura inmensamente preciada y amada por Dios. Un Dios que se hace presente en nuestras vidas hasta el punto de tomar nuestra condición humana y agacharse hasta nuestra diminuta altura para que podamos mirarlo a los ojos. Mirar a los ojos y reconocer quién quiere ser Él para cada uno de nosotros. Verdaderamente, es todo un escándalo. Es la locura del amor, Dios hecho hombre para ti y para mí.
Ahora es el momento de ser sinceros y preguntarnos: ¿Soy realmente consciente de que mi Señor quiere llamar de nuevo a la puerta de mi vida?
Estamos llamados en este tiempo a redescubrir la belleza del Dios que vive con la criatura. A comprender y aceptar que Él quiere ser Emmanuel, que significa que Dios está con nosotros y en medio de nosotros. No permanece distante ni nos mira desde detrás de un cristal. En la Encarnación, Dios ha roto todas las barreras, separaciones y divisiones y está a mi lado y a tu lado. Donde esté el corazón de una criatura allí estará siempre el corazón de Dios hecho Hombre latiendo por nosotros.
La luz propia de este tiempo nos lleva a vestirnos con la ilusión renovada de los corazones sencillos que se saben necesitados de probar de nuevo este misterio y dejarse transformar por él. Una transformación capaz de acabar con la indiferencia, la duda, el conformismo o la tibieza interior que luchan en nuestros corazones junto con el firme deseo de conversión, fidelidad y autenticidad.
Así, nosotros, como discípulos que nos esforzamos día tras día por imitar más fielmente al Maestro, le pedimos al Buen Dios que nos conceda el don de vivir un tiempo de Adviento lleno de esperanza y santo deseo para probar las delicias que Dios hecho niño desea verter sobre nosotros un año más.
El regalo de la Palabra que nos da vida, el alimento de su Cuerpo y su Sangre que fortifica el alma, la renovación de nuestro espíritu con el Sacramento de la Reconciliación, el poder transformador de la lectura de la vida intrépida de los santos y las santas, el ejercicio de la caridad hacia nuestros hermanos y hermanas más necesitados y, muy especialmente, la compañía frecuente de la presencia misteriosa pero real de Jesús oculto en el Sagrario.
Enriquecidos con todos estos regalos, avanzamos en este caminar con la alegría propia de aquel que está ya en camino. Empezamos nuestro viaje hacia Belén y en el recorrido nos encontraremos con muchos personajes que nos resultarán muy familiares. Ellos nos indicarán cuál es la salida correcta para llegar a nuestro destino por la vía más segura posible. Serán ejemplo de una verdadera sencillez y pureza de corazón que resplandece en sus ojos. Nos harán compañía en las largas noches de soledad. Nos enseñarán a escoger la auténtica pobreza, vaciándonos de aquello que nos resulte una carga para el viaje. Nos invitarán a probar un plato caliente para recuperarnos del cansancio de la jornada. Llenarán de paz nuestros corazones desvelados por las preocupaciones mundanas. Nos abrirán sus corazones y nos ofrecerán una verdadera y sincera amistad. Y por último, recibiremos de ellos el encargo de la misión, que es el legado propio de los auténticos discípulos de Cristo. Señor, nosotros, como los pastores, también hemos conocido la venida de tu Hijo y nos hemos puesto en camino.
Ayúdanos a comprender que, como discípulos tuyos que somos, hemos sido elegidos por ti para llevar tu luz donde hay oscuridad, para cultivar tu amor donde hay discordia y para ser tu voz allí donde Tú no puedes hacerte oír. Y por último, no nos olvidamos de María, ella que durante nueve meses llevó en su vientre al Hijo de Dios. Le pedimos que nos enseñe a dejar que los mismos sentimientos y actitudes de Jesús nazcan en el pesebre de nuestros corazones.