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Espacio personal

hombre
Ilustración de Pilar Ors para Edebé

Esta mañana, Saúl emprende el camino hacia Jerusalén. Va a ver a algunos familiares y les lleva unas jarras de miel de este verano y unas pieles para abrigarse de cara al invierno. Va contento pensando en la última vez que se vieron: ¡hace ya muchos días!

Saúl, sumido en sus pensamientos, no ve a los cuatro bandoleros que lo siguen entre las soleadas rocas. Lo cogen desprevenido y le roban todo lo que lleva: miel, pieles y el pequeño zurrón con monedas. Sin tener suficiente con eso, lo golpean con un garrote para que no pueda salir corriendo.

El pobre Saúl yace malherido bajo un sol sofocante. Con dificultad, distingue a una persona que se acerca por el camino, pero no puede moverse, ni siquiera pedir ayuda.

Es Jonás, el sacerdote de Jericó. Jonás ve a Saúl de lejos y frunce el ceño. —¿Quién debe de ser aquel hombre que está en el suelo? ¿En qué lío se habrá metido? Si me entretengo con él, llegaré tarde al templo. Ni siquiera sé quién es, no vale la pena ayudarlo.

Jonás pasa de largo mientras se repite que no puede entretenerse: si se acerca a atender a aquel herido, llegará tardísimo a la celebración.

Unos instantes más tarde aparece por el camino Nahún, un rico levita. Nahún enseguida se da cuenta de que hay alguien en el suelo.

—¡Bah! ¡Quién sabe qué hace ese hombre ahí, en medio del camino! Puede ser una trampa… Igual alguien me quiere embaucar… Mejor hago que no lo he visto.

Nahún pasa de largo. Seguro que es una encerrona. Acelera el paso sin dedicar ni una triste mirada al pobre Saúl, que lleva un rato ya sin sentido.

Al poco, aparece con su burro Rifat, un vecino de Samaria. Va camino de Betania, cansado después de unos días de duro trabajo. De la gente de Samaria, muchos piensan que se puede esperar poco. Pero Rifat, al ver al hombre en el suelo, se acerca y su corazón se encoge: es una persona malherida y abandonada. Sus ojos se inundan de lágrimas.

—¿Qué te ha pasado? Tranquilo, buen hombre, yo te ayudaré.

Rifat busca aceite en sus alforjas, como tantas veces ha hecho para curarse golpes y arañazos. Se arrodilla al lado del hombre y le limpia suavemente las heridas para calmar el dolor. Le moja los labios con agua para ayudarlo a recuperar el conocimiento. No puede seguir su camino sin ocuparse de aquel hombre. Lo monta en el burro y sigue por el camino hasta la primera posada que encuentra. Allí lo acomoda en una habitación y le cura las heridas otra vez. Rifat se da cuenta de que el herido necesita descansar. Busca al posadero y le ofrece dos denarios.

—Tengo que irme. Tomad estas monedas y cuidad de este hombre hasta que esté recuperado. Lo han atacado, robado y abandonado en medio del desierto. ¡Pobre hombre! Si necesitáis más denarios, a mi vuelta os los pagaré sin falta.

Rifat se va conmocionado por lo que ha visto. Ha sentido el dolor del herido, se ha inquietado por su desdicha. Rifat lo ha acogido en su corazón y le ha ofrecido todo lo que sus manos podían darle: un amor delicado y sincero.

 

­Lc 10, 25-37

—¿Qué sienten Jonás y Nahún cuando ven al pobre Saúl malherido en el suelo? Y Rifat, ¿qué siente cuando lo ve? ¿Dónde está el centro de sus corazones?

—¿Por qué crees que Rifat se detiene para ayudarlo? ¿Recuerdas alguna situación que te haya ocurrido en la que hayas actuado como Jonás o Nahún? ¿Y alguna en la que te hayas comportado como Rifat?