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Espacio personal

Dibujo de Maria Ripol para edebé

 

Estimados peregrinos y peregrinas:

Tal como os prometí, os escribo unas palabras. En el día a día, iba anotando en mi corazón los acontecimientos que quería compartir con vosotros. Grababa en la memoria la nostálgica melodía que sonaba. Custodiaba la esencia de aquellos olores que recordaban un tiempo de gloria. Palpaba la caricia sincera y afectuosa del Buen Amigo. Probaba las sabrosas palabras del auténtico alimento que me da Vida. Atesoraba las experiencias vitales que entusiasmaban y alentaban mi corazón ante los obstáculos del camino.

Amigos y amigas, para ser sincero con vosotros tendría que confesar que al principio “no las tenía todas conmigo”. Los miedos, la duda, la desconfianza y la pereza me acompañaban. Pero a pesar de las tentaciones, había algo dentro de mí que me empujaba a continuar caminando. Tenía puesta mi atención en la invitación de mi Buen Amigo. Propuesta arriesgada y aventurera que, sinceramente, me resultaba bastante golosa. Así pues, una vez superado todo y mirando en perspectiva, reconozco que verdaderamente el viaje ha superado con creces mis expectativas.

Para conocer el origen de esta aventura hay que retroceder cuarenta días. Las primeras semanas fueron bastante tranquilas, sin ningún imprevisto ni sorpresas incómodas. Avanzábamos juntos en el camino y nos íbamos conociendo con más profundidad. Es como si hubiéramos retomado nuestra amistad, aquella que un día dejáramos en “suspenso”. Para mi sorpresa, parecía que el tiempo no hubiera transcurrido entre nosotros. La fe ya no era vacía como antes. La certeza de su compañía era suficiente. En el silencio de mi corazón, el Amigo Fiel hablaba. Y así, poco a poco notaba que mi corazón se iba ensanchando. Su presencia derrumbaba las estatuas gigantescas del orgullo, la dureza del corazón y la autosuficiencia que había ido construyendo con la ayuda de los años.

Más tarde, anunciaron tormenta y las nubes empezaron a amenazar con su presencia. El sol dio paso a la niebla. Ante la oscuridad del día, la luz pisaba con fuerza, reflejando con claridad el color gris de mi interior. Los vicios se creían los señores de mis propiedades. La falta de esperanza dibujaba un futuro devastador ante mí. Unas falsas fortificaciones aislaban mi corazón y condenaban mi alma a la soledad. Pero al fin la lluvia llegó en forma de gracia abundante para regar mi alma, purificando la suciedad y curando las heridas. Y así, el alma pudo descansar serena ante un cielo sorprendentemente limpio y claro.

Y enseguida llegamos al corazón del viaje y a la razón de ser de nuestro peregrinaje.
En primer lugar, Jesús me subió sobre un joven asno al que él, cogiendo las riendas, fue guiando por los caminos de Jerusalén. Impresionaba ver que familias enteras habían salido al encuentro de Jesús y, llenos de alegría, levantaban sus palmas. Estaban satisfechos de disfrutar de la compañía de Jesús y nada hacía sospechar lo que pasaría al cabo de unos días.

Otro día, Jesús pidió a dos de sus amigos más íntimos que lo dispusieran todo para una cena, puesto que quería entregarles algo muy importante. Cuando estuvo todo listo Jesús, como buen anfitrión, me presentó a sus fieles seguidores. Tuve la oportunidad de hablar con ellos, los conocidos como los doce apóstoles. Me impresionó el hecho de que no había dos que se parecieran, ni siquiera los que eran hermanos. A pesar de la diversidad de caracteres, se podía advertir que todos ellos pretendían seguir a Jesús con un corazón sincero, aun cuando sus limitaciones y miserias personales no lo hicieran nada sencillo.

De repente mientras cenábamos, Jesús tuvo un gesto algo inusual. Los comensales palidecieron al ver que Jesús se levantaba de la mesa, se remangaba las mangas de la camisa y se ceñía un delantal a la cintura. Con la naturalidad y la sencillez que lo caracterizan, se dispuso a lavar los pies a sus amigos. Todos mostraron su descontento pero uno de ellos, llamado Pedro, se enfrentó a Jesús y se negó a que lo sirviera de aquella manera que era propia de los criados. Jesús lo regañó y, con un tono firme a la par que tierno, le advirtió que el amor es donación, entrega y servicio a aquellos a quienes queremos. Y si él no le lavaba los pies significaría que no podrían quererse y su amistad se perdería. Finalmente, Pedro entró en razón y dejó que Jesús le expresara su amor.

Todos los que allí estábamos presenciamos una lección magistral que difícilmente olvidaríamos. En un instante, Jesús abolió la ley que hasta entonces imperaba en la época. Deshizo la concepción errónea de que el servicio resta dignidad a la persona. Todo lo contrario. El servicio es la expresión del verdadero amor. Un amor que busca el bien del otro, sin reservas y por encima de todo.

Cuando Jesús acabó de lavar los pies a sus amigos, se sentó a la mesa, bendijo los alimentos y nos los dio. Pero no lo hizo como en otras ocasiones, aquella vez fue única. Nos dijo que un día tendría que marcharse pero que quería permanecer siempre con nosotros y por eso nos entregaba su vida. De manera sacramental, nos dejó su Cuerpo y su Sangre bajo la apariencia del pan y el vino. En aquel momento los apóstoles no se dieron cuenta, pero pasado un tiempo comprendieron que en la Santa Cena Jesús les encomendó la tarea de hacer presente su Cuerpo y la Sangre hasta su última venida.

Qué noche más intensa. Sin embargo, amigos, aquí no acaba todo. Jesús se sentía un poco turbado. Llamó a tres de sus amigos y juntos nos dirigimos al Huerto de Getsemaní. Allí Jesús nos pidió que rezáramos y lo hiciéramos de todo corazón. Él se retiró. Nosotros lo intentamos, pero los ojos nos pesaban demasiado y fracasamos. Jesús regresó y nos volvió a hacer la misma petición, pero nosotros, de nuevo, caímos. ¡Para una vez que Jesús nos pide algo, y le fallamos!

El corazón de Jesús estaba muy apenado porque sabía el camino ignominioso que le esperaba, pero en todo momento nos ofreció su corazón bondadoso y compasivo. Soy testimonio de que en ningún momento salieron de sus labios palabras cargadas de amargura o de rencor. Incluso a aquellos que lo traicionaron, lo despreciaron o lo calumniaron los abrazaba con su perdón y su misericordia.

En aquel momento, diversas escenas de mi vida pasaron ante mis ojos como si de una película se tratara. Pensaba en las ocasiones en que me enervo cuando me hacen un comentario molesto o bien me señalan con el dedo. Eso me ayudó a darme cuenta de mi aversión hacia el dolor. Jesús me hizo abrir los ojos y comprendí que el verdadero amor abraza el sufrimiento. Amor y dolor van juntos como las dos caras de una misma moneda. Esta era la segunda lección de la noche.

Finalmente, llegó el momento esperado por Jesús. Dios Padre le dio la oportunidad a su Hijo Amado de demostrar a todos los hombres y las mujeres del mundo hasta qué extremo llegaba su Amor. Así, se cargó con nuestras condenas, se privó de todo y asumió un sufrimiento inexplicable. Lo dio todo para poder recibir una única cosa: nuestro amor. La locura del amor de Cristo ha revolucionado el corazón de los hombres y las mujeres de la historia, dando lugar a un tiempo nuevo. Es el momento de celebrar la alegría y la paz en abundancia. La Pascua es la fiesta del amor. Un amor que fue probado y verificado en la Cruz de Cristo. Su pobreza, su humildad y su pureza nos hablan. Sus brazos están abiertos para abrazarnos, y su cabeza, inclinada para besarnos. Todo él nos recuerda que somos la niña de sus ojos. Cada uno de nosotros somos los pequeños de la casa y su delicia.

La Cruz no es una derrota sino una auténtica victoria. Pero la muerte no tiene la última palabra. Como discípulo de Jesús, también pasará así en tu vida. El dolor y el sufrimiento pasarán como una semilla que germina, crecerá y crecerá, hasta llegar a florecer y producir un fruto bello y generoso. Es el fruto de la vida. Una vida nacida de la Resurrección de Jesús. La esperanza cierta de que las promesas de Jesús no son meras palabras, sino hechos reales que se harán presentes en nuestras vidas. Esta era la tercera y más valiosa lección para toda la vida.

Ahora sí, hemos llegado al momento de la despedida, amigos míos. Si me permitís el atrevimiento, me gustaría exhortaros a no permitir que la presión del día a día os quite la alegría de la Pascua. El gozo de sabernos infinitamente amados. Esta es la buena nueva que ha nacido para ser grabada a fuego en nuestros corazones y dibujar en nosotros una sincera y profunda sonrisa.

Os llevo siempre en mis pensamientos.

Vuestro compañero de viaje